Ir al más allá
[bctt tweet=»En mi caso, no dudo sea el de muchos, mi imaginación no tenía límite. Yo sabía que la ciudad no terminaba con lo que yo conocía,» username=»crisolhoy»]
DIVERTIMENTO
No, no me refiero a la muerte. Simplemente ir, mejor dicho, imaginar lo que hay más allá del terreno conocido. Cuando éramos niños teníamos, aparentemente, la libertad de ir a donde quisiéramos sin avisar ni pedir permiso a condición de que estuviéramos de regreso a la hora de la comida, o de la cena, según fuera el caso. Hablo de antes, desde luego, porque hoy difícilmente puede un niño abandonar su casa sin tomar las miles de precauciones y llevar media docena de artilugios electrónicos para ser localizado en el remoto caso de que le sea permitido trasponer el umbral de la puerta de su casa.
Decía que esto sucedía antes de que la inseguridad se apoderara de la tranquilidad del pueblo.
¿Y cuáles eran los terrenos de dominio de los chamacos de entonces? Pues unas dos cuadras a la redonda de casa; tres o cuatro en casos de excepción pero ya en línea recta.
Claro que con los años, iban creciendo esos dominios.
Llegaba el tiempo en que había que empezar a ir a la escuela, y los primeros años éramos llevados por nuestros padres o algún hermano mayor, o algunos hacían el traslado en un autobús escolar. Inevitablemente llegaba el tiempo en que ya nos permitían ir por nosotros mismos.
Bien; en nuestras épocas de niños y luego en la de estudiantes, siempre hubo parte de la ciudad que no recorríamos con frecuencia, y tan sólo imaginábamos lo que había más allá de lo que conocíamos. Si íbamos a la escuela, siempre nos apeábamos del autobús en la misma esquina, pero el camión seguía su ruta por calles que no conocíamos pero que, con buena voluntad, imaginábamos cómo serían.
Igual sucedía a la inversa: para regresar a casa, abordábamos el autobús en algún punto, pero el camión venía ya con personas a bordo, por lo que era lógico suponer que había ya recorrido calles, que igual que las que estaban más allá, no conocíamos.
En mi caso, no dudo sea el de muchos, mi imaginación no tenía límite. Yo sabía que la ciudad no terminaba con lo que yo conocía, así que me hice todo un mapa con edificaciones y todo (en un punto, hasta incluía un parque, que por supuesto no existía), y más aún: toda la familia íbamos con frecuencia a un rancho, propiedad de mi padre, y yo imaginaba que al otro lado de la carretera que nos sacaba del pueblo donde está el rancho, había otro pueblo. Claro que lo hay, pero no el que yo me inventaba, con terminal de camiones foráneos y todo.
Y hacía otro punto, imaginaba yo la nada; bueno, no tanto como nada; pero imaginaba enormes paisajes vírgenes, sin casas ni ciudades, pero con ríos, grandes planicies, árboles de todo tipo, y veredas intrincadas que nos llevaban a puntos idílicos de aquel imaginario paraje, pero que imaginario y todo, era sólo mío.
Pero no vaya usted a creer que todo esto era un sueño de una sola noche, ¡qué va! Yo recorría esos mismos caminos imaginarios una y otra vez, a veces soñando despierto. Mil veces estuve en aquella Terminal de mi pueblo imaginario paralelo al pueblo donde está aquel rancho, ese sí muy real.
Hoy día que ya pasé hace rato por el medio siglo, sigo trayendo a mi memoria, creo que ahora involuntariamente, aquellas mismas montañas con la Naturaleza ilesa, y cada vez que se presentan esos escenarios, no tengo qué romperme la cabeza pensando a dónde ir; conozco cada rincón, cada camino, cada árbol y cada piedra de ese panorama, que al fin y al cabo es sólo mío.
Y en mi ciudad que no termina de crecer, cada día se suman nuevas casas y edificios muy modernos, pero mis calles, mis casas, mi parque, siguen ahí a mi onírico servicio.