La literatura de la distopía
Yo creía conversar con Rulfo aunque ya no lo leyera, también creía que me estaba quedando loco en medio de un desolado paisaje urbano de casas uniformes; sin aspiraciones, tratando de fantasear que esta soledad es un mal sueño del cual pronto despertaré, una historia semejante a las novelas de mi solitario autor predilecto.
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Rodeado de millones de entes indiferentes los unos a los otros, silenciosos entre sí; atrincherado en un rincón, me ponía a hablar con los fantasmas de mi tiempo; mis autores cuyo espíritu encierran las letras de sus libros, dialogaba con mis ausencias, desde luego con las personas que amé; a pesar de darme cuenta que estaba muerto en vida para esos fantasmas de silueta femenina, yo hablaba sólo por horas, el resto lo escribía; mi soledad y mi sufrimiento eran insignificantes como mis versos.
Asumir que existo es tan imaginario como afirmar que el personaje de cualquier libro existió; la vanidad no tiene sentido, el olvido es más generoso con el Quijote y con Pedro Páramo, antes que con cualquiera de nosotros los mortales; inclusive los autores de los personajes no son tan recordados como su obra; solo sabemos palabras y lo que inventamos de las historias, inclusive de nosotros mismos sabemos poco. Por esto la soledad nos lleva a muchos al abismo; por irreversible, porque vivimos una sola vida y la soledad es tan grande que se puede observar en cada esquina de las calles del mundo mientras todos están ocupados ganando dinero.
Se desperdicia mucho tiempo como diría Sèneca, más en una época donde los trabajos absorben nuestras vidas y nos arrancan la mejor parte de nuestra juventud, nos arrancan desde hace siglos la posibilidad de disfrutar algo tan finito como nuestra vida, nos educan y moldean a que la vida sirva al dinero, a un supuesto confort.
La casa nunca me había resultado tan vacía, necesitaba un televisor encendido para que el estridente ruido simulará compañía; a veces una sinfonía de Beethoven como preludio a la colección tétrica de ensoñaciones y apariciones nocturnas decoraba el ambiente con su armonía. La soledad nunca me había sido tan larga, la vida tan pausada; con el tiempo pesando cada día más sobre mis hombros, con mi sexualidad en quiebra, pensaba constantemente en la ruina de la satisfacción.
¿Crecer implica aceptar la inmensa insatisfacción que significa vivir? Así parece ser; la mayor de las insatisfacciones es morirse, mi muerte me hace actuar o buscar un final definitivo. Siempre encuentro a la muerte como un remedio ante la insatisfacción inmensa que significa vivir. Hablar es desear, vivir es buscar, la muerte es esa paz definitiva, esa ausencia de este deseo que parece no terminar.
Y a pesar de esto, mi vida continúa, y yo como tantos millones aún creo en el deseo; en esta vida repleta de artificios e ilusiones, en este lenguaje que trata de escarbar y buscar sentido en los restos de mi ser, mientras aún contemple una sonrisa hermosa dirigida a mí, dudo mucho querer dejar de existir.
Tristemente la compañía lo es todo y difícilmente nos damos cuenta de eso pensando en las cuentas, en los trabajos, en el mañana, en el que dirán, en los defectos de los demás.
¿Quien habla de lo autómata que le resulta su alma? ¿ De cuanto necesita hablar? Nuestra ruina como especie es no darnos cuenta cuánto dependemos de los demás, ser devorados en vida por las fauces del olvido.
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