“¿No habrá llegado el momento de parar?” Reflexiones sobre la historia regional
Hace ya más de treinta años, cuando Peter Burke integró las diferentes formas de hacer la “nueva” historia reunió un texto de Giovanni Levi sobre la microhistoria. En este famoso ensayo, Levi nos advertía que la microhistoria era más una práctica que una propuesta estrictamente teórica o incluso metodológica, por lo que tratar de hacer una teoría única al respecto parecía y parece un sin sentido. Sin embargo, nos invitaba a realizar una crítica al relativismo, al irracionalismo y a “la reducción de la obra del historiador a una actividad puramente retórica que interpreta los textos y los acontecimientos mismos.”[1] Por lo que el problema de la historia residía en la práctica interpretativa, en el cambio de escala y en lo que consideramos como contextos. De ahí su crítica al relativismo resultante de la “descripción densa” sugerida por la antropología de Geertz. Porque el rechazo a las generalizaciones por parte del empirismo tiende a no relacionar de manera compleja las acciones individuales o las costumbres con las estructuras sociales, con las diferenciaciones sociales que son además móviles y dinámicas. Es decir, no hay una reflexión sobre las relaciones complejas entre lo individual y lo social, entre lo local y lo nacional o global.
Porque la microhistoria ciertamente parte de los indicios, signos y síntomas para construir el conocimiento histórico. Sin embargo en su relación con los contextos, de acuerdo a Levi, la microhistoria no lo hace de manera mecánica como los funcionalistas en el sentido de ver a los contextos sociales como un marco normativo en el que se insertan casos particulares. La microhistoria por el contrario le otorga significado a un caso particular descubriendo el contexto social en el que un hecho “aparentemente anómalo o carente de significación cobra sentido al revelarse las incoherencias ocultas de un sistema social aparentemente unificado.”[2] Así, la aportación de la microhistoria italiana fue observar las contradicciones o las inconsistencias de los contextos sociales, de los modelos generales o de los metarelatos. Por ejemplo, el propio Levi analizó cómo los mercados de la tierra variaban según fueran o no parientes los compradores, por lo que nos ayudó a entender la complejidad de los sistemas de propiedad y del funcionamiento de los mercados.[3] Desde una perspectiva descentralizada, las inconsistencias de esas visiones generales o nacionales se vuelven cada vez más obvias, por lo que desde mi experiencia como microhistoriador he podido mostrar las contradicciones sociales en la visión tradicional sobre el mestizaje pensado sólo a partir de lo español o indígena, o del excepcionalismo del modelo de matrimonio y familia de la Europa occidental caracterizado por la edad tardía al casamiento y la familia nuclear.[4]
Así pues, la microhistoria parte de elementos individuales, de lo local, sin descartar formas de abstracción que nos revelen fenómenos más generales, por lo que implica el rechazo a la aplicación de modelos rígidos a la historia. Comprende la reducción de escala, el análisis de lo individual o local con una consideración específica de los contextos, y el rechazo al relativismo para no caer en un nuevo empirismo, con el fin de dar respuesta a las limitaciones de ciertas interpretaciones sociales o generales.[5]
Me he detenido en el texto de Levi sobre la microhistoria para recordar de dónde surgió esta manera de hacer una nueva historia. También nos ofrece un buen punto de partida y de comparación con lo que hemos realizado en la historiografía mexicana. En una reedición del libro antologado por Peter Burke, veinte años después de su primera edición en inglés, este autor escribió un epílogo sobre la microhistoria y después de señalar la proliferación de monografías descontextualizadas se preguntó: “¿No habrá llegado el momento de parar?” Y Burke advertía que si no se tomaba seriamente la relación entre lo micro y lo macro, entre las experiencias y las estructuras, las relaciones personales con el sistema social, en fin lo local con lo global, “la microhistoria podría convertirse en una especie de escapismo, un acatamiento de un mundo fragmentado más que en un intento de explicación.”[6] Bajo este tipo de advertencias, resulta sorprendente que en México no hayamos recibido el mensaje y sobre todo no hayamos continuado el debate. De ahí la importancia de regresar a los creadores originales de esta corriente.
Carlo Ginzburg, quien reconoció que el concepto de microhistoria lo escuchó por primera vez de Giovanni Levi, hizo un recorrido amplio sobre el uso del término de microhistoria en donde menciona los textos de Luis González para identificarlos con la historia local de tradición anglosajona y francesa; don Luis reconoció que el concepto lo tomó de Braudel aunque éste identificó a la microhistoria con la histoire événementielle, la cual repetidamente condenó, aunque Braudel aceptó la posibilidad de reflexionar sobre lo singular y lo típico.[7]
En este mismo recuento sobre la microhistoria, Ginzburg rescató del olvido el libro de Kracauer sobre la Historia[8] en donde éste propuso una excelente solución a los dilemas de la nueva historia y que Marc Bloch había utilizado en la Sociedad feudal: “un constante ir y venir entre micro y macrohistoria, entre close-ups y amplios o amplísimos planos (extrem long shots), tal que vuelva constantemente a poner en discusión la visión global del proceso histórico (…)”[9] Por ello, concluía Ginzburg, el libro de Kracauer era una excelente introducción a la microhistoria y al mismo tiempo la reconstrucción de los pilares de la cultura contemporánea, al recordarnos la Guerra y la paz de Tolstoi, en donde los fragmentos por ejemplo de una batalla se iluminan con el regreso a un lienzo más amplio, al igual que transitamos el camino que va de Proust a la cinematografía. La microhistoria era entonces parte de una tendencia más general, de la historia posmoderna entendida como la historia de los fragmentos, de las hojas de un árbol y no de su tronco según la metáfora de Ankersmit. Sin embargo, como bien lo comentó Ginzburg, la microhistoria italiana insistió en cuestionar el relativismo resultante de la historia posmoderna e hizo de la relación entre lo microscópico y la dimensión contextual el principio organizador del relato. Y en esta dinámica reside “la máxima riqueza potencial de la microhistoria.”[10]
Conocemos los primeros cuestionamientos a la historia regional en uso en México por Manuel Miño y Antonio Ibarra, en lo que este último consideró un “debate suspendido”. Cuando Miño se preguntó si existía la historia regional, lo hizo cuestionando la ambigüedad y las confusiones conceptuales por ejemplo entre historia regional y microhistoria, predominando al final criterios de cada investigador que consideraciones teóricas, el empirismo (una historia “bien documentada”) y no la identificación de problemas o hipótesis. Y a partir de ello revisó los diferentes criterios que han predominado en la historia regional, especialmente la influencia de los antropólogos, la heterogeneidad que hace parecer a la historia regional un costal de muchos conceptos y disciplinas, y la insistencia en la falta de lineamientos metodológicos reconocida incluso por algunos practicantes.[11]
Por su parte, Antonio Ibarra en respuesta a sus críticos se preguntaba porqué la propuesta de la microhistoria italiana no había dado frutos maduros de investigación en México. Su respuesta fue que predominó una “historia regional institucionalizada” por la profesionalización, dedicada prácticamente a llevar a cabo la historia de los distintos estados de la república. Ibarra ubicó su trabajo dentro de una ruptura en la historia regional iniciada por las reflexiones de Van Young, quien en términos teóricos consideró que la historia regional era buena para pensar las relaciones entre la generalización y la particularización;[12] y sobre todo en un diálogo con Ruggiero Romano a quien le dedicó su ensayo. Para concluir que habría que “ponerle punto final al ‘hacer historia regional’ simplemente por hacerla, para exigirle consistencia teórica y mejores conocimientos del pasado, sin quitarle el gusto a su oficio.”[13]
El mismo año de 2002 se organizó un debate entre historia regional y microhistoria, albergado por el propio Colegio de Michoacán. Se trató de una Mesa redonda llevada a cabo en homenaje a Luis González y en la que pudo participar él mismo junto con Carlos Martínez Assad y Carlos A. Aguirre Rojas. Como se recordará, ahí Luis González se refirió al subtítulo de su libro que era “microhistoria de San José de Gracia” para distinguirlo de la historia nacional, sin conocer que el término se usara por otro autor y sobre todo “para hablar del hombre común y corriente (…), de los modos de proceder que son los más íntimos, pero también los más propios del ser humano en general.”[14] Martínez Assad recordó que la historia propuesta por Luis González era la que podía hacerse desde el campanario de una iglesia, según lo escribió el propio don Luis, para diferenciarla de la historia regional que sería un enlace entre la historia local y nacional desde una perspectiva de análisis sobre lo que significa la región estudiada, en donde se estructura la región para captar el conjunto. Finalmente, Aguirre Rojas destacó tres “paradigmas” de la microhistoria italiana: el cambio de escala, el análisis exhaustivo y el indicial, con el fin de distinguirla de la historia regional y de la local. Más aún, argumentó que esta microhistoria reflexionó sobre las relaciones entre la local, lo nacional y lo global, sin “horror a la teoría”, al cuestionar por ejemplo tempranamente el modelo centro-periferia.
Al comentar sobre el “horror a la teoría”, don Luis González aceptó tal tradición en la historiografía mexicana en El Colegio de México donde se formó, particularmente entre los “transterrados” que, por la Guerra civil española, “estaban absolutamente decepcionados de la teoría.” Incluso los filósofos como José Gaos quien, de acuerdo al propio Luis González, “no creía que había que partir de una idea previa para estudiar una parte de la historia de México (…)”[15] Quizá uno de los acuerdos de esta Mesa redonda fue que hacía falta un trabajo más sistemático de historia de la historia, es decir de la historiografía mexicana con el fin de llevar a cabo un balance sobre las formas de hacer y escribir historia en el país.
Después de estos primeros planteamientos críticos a la historia regional, todos ocurridos en el año de 2002, veinte años después una historia con mayor exigencia reflexiva entre lo local y lo global sigue siendo escasa en México,[16] aunque citamos a Ginzburg por estar a la moda.
La fragmentación de la historia está relacionada entonces a la crisis de un paradigma historiográfico vinculado a los grandes metarelatos, el marxismo por un lado pero también el modelo francés de los “Annales” que para los años setenta y sobre todo ochenta del siglo pasado mostraba evidencia de un agotamiento. En México puede referirse a la insatisfacción con el marxismo particularmente, que no obstante ser un discurso predominante en la academia hasta fines del siglo pasado comenzó a mostrar señales de repetición, dogmatismo y estancamiento desde los años setenta.
Como estudiante de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM en la segunda mitad de los años setenta, pude presenciar lo que me pareció un acto revelador de lo que ocurría en la enseñanza del marxismo. Varios profesores entonces de la Facultad habían estudiado en Francia, no necesariamente con los maestros de la Escuela de Altos Estudios sino en los seminarios con Althusser y Martha Harneker, de tal forma que a su regreso a la UNAM plantearon un seminario sobre El Capital, a partir del cual se elaboraría una “nueva historia” de México. Eran los tiempos desde luego de la “teoría de la dependencia” y de algunos maestros que desde el exilio latinoamericano habían encontrado lugar en las facultades de la UNAM.
Entonces el seminario sobre El Capital hizo una invitación abierta a los alumnos de la Facultad, porque las reuniones del seminario eran de un grupo selecto, a una conferencia del Profesor Pierre Vilar sobre el trabajo del historiador. Al iniciar la sesión, los maestros y alumnos predilectos del seminario hablaron de cómo el estudio de El Capital les había proporcionado las herramientas para analizar la historia de México. Después de varias exposiciones, el Profesor Vilar, un historiador marxista y crítico por cierto de Althusser, se atrevió a preguntarles que cómo era posible que pretendieran estudiar la historia de México sólo a partir de la lectura de El Capital. Después de lo que pareció más un regaño vino un silencio sólo interrumpido por los balbuceos para dar respuesta a lo que sin duda era una pregunta razonable. El dogmatismo se había apoderado de algunas mentes, al grado de justificar lo injustificable, porque de dicho seminario no obstante tener todos los recursos necesarios no salió ciertamente un trabajo histórico relevante.
La microhistoria entonces, al menos para el caso mexicano comenzó a ser una alternativa a la crisis de los metarelatos, de los grandes discursos explicativos que dogmáticamente habían cubierto prácticamente todas las escuelas de humanidades y ciencias sociales. De ahí que, quizá sin proponérselo, originalmente la microhistoria mexicana impulsada por Luis González terminara por representar una alternativa a los estudiantes y maestros insatisfechos con lo que el dogmatismo propiciaba.
Como bien lo comentó Juan Pedro Viqueira, los textos de Luis González poseen características únicas, difíciles de replicar, por la incorporación de nuevas herramientas metodológicas, como la historia oral o la historia demográfica, el uso de las generaciones, de los cambios en el lenguaje, de los dichos populares, en fin, técnicas todas bien aderezadas por una narrativa no para especialistas sino para el pueblo. La venganza de las regiones frente al centralismo, como lo comentó don Luis, comenzó a tomar camino con el éxito de su libro Pueblo en vilo, pero también con la construcción de una “escuela” a partir de la cual se difundiría las maneras de hacer historia matria.[17] También habría que mencionar, dado su conocimiento de la historia nacional, don Luis propuso una relación entre lo local y lo nacional que desafortunadamente no en todos sus alumnos fructificó, quizá por la falta de reflexión sobre los contextos.
Además de El Colegio de Michoacán, con la multiplicación de Universidades públicas en los años setenta también se multiplicaron las carreras humanísticas y en especial de historia. Existen en la actualidad más de una por cada estado de la república, lo que también explica la fragmentación. Más aún, cada escuela de historia prácticamente inició con lo que significó el rescate de la historia local o regional, de tal manera que tuvieron una suerte de misión original, que involucró también el rescate de los archivos parroquiales y oficiales, en una batalla ciertamente no ganada pero que fue proyectada por Alejandra Moreno Toscano desde que fuera Directora del Archivo General de la Nación.
De tal manera que escuelas, maestros formados en la historia regional, programas de estudio y archivos coincidían para hacer cumplir la misión de hacer la historia del terruño, sin más complicaciones que rescatar la información y ponerla en una descripción entendible aunque no tuviera los contextos y referencia pertinentes, lo importante era que tuviera “trabajo de archivo”, es decir documentación que salvo contadas ocasiones pudiera tener algún sentido para explicaciones más a profundidad.
Como ha ocurrido con otros hallazgos intelectuales y académicos, éstos terminan devorando a sus éxitos dado el privilegio y el poder en la toma de decisiones respecto al tipo de historia que es necesaria fomentar y estimular en la actualidad. Como lo comentó François Dosse para los Annales, el no permitir que otras tendencias historiográficas proliferaran, terminó por agotar incluso a los propios representantes, aunque negaran que la “escuela” y la historia misma estuviera en crisis.[18]
¿Existe una crisis de la historiografía mexicana?
Al terminar la revisión del Nuevo pasado mexicano en los años noventa del siglo pasado Enrique Florescano, después de reconocer algunos avances en los estudios históricos sobre México como la profesionalización, comentó algunos de los síntomas de esta crisis: el incremento de instalaciones y de investigadores no se correspondió con la cantidad y la calidad de las investigaciones, por lo que se perdieron niveles de rigor y exigencia; la ausencia de debates sobre algunas teorías neomarxistas como la “teoría de la dependencia”; los desequilibrios entre el avance de los conocimientos y su difusión, la producción de monografías sin referencias y sin los contextos adecuados…[19] Han pasado más de veinticinco años desde la primera edición (1991) y lo que entonces eran síntomas de una enfermedad ahora se han convertido en una suerte de pandemia, con el agravante de que los actores no reconocen la crisis dado el éxito en las posiciones académicas y en los estímulos a la manera de hacer historia regional a la mexicana.
En un balance más reciente, Guillermo Zermeño consideraba que “siguen dominando, como en el pasado, los estudios monográficos y no acaban de aparecer los trabajos de síntesis esperados (…)” Y lo atribuía entre otras cuestiones, al igual que lo había hecho Miño Grijalva años antes, a las “debilidades teóricas y metodológicas” para el análisis de los hechos históricos insertos en procesos más globales, un tema especialmente observable en la historia regional en uso, así como a los criterios de evaluación de los organismo impulsores de la investigación como el Sistema Nacional de Investigadores que impiden que las investigaciones alcancen una mayor maduración. Y concluía que el proceso más relevante en la historiografía mexicana de los últimos años era el regreso de la cultura a la historia, al permitir la relación con otras disciplinas como la antropología y la sociología.[20] Sin embargo habría que comentar que el “giro cultural” si bien ha permitido ampliar los temas del historiador, también este giro como bien lo comentara Giovanni Levi ha terminado por impulsar un relativismo empirista, al fomentar metodologías como la “descripción densa” que están más cerca de descripciones sin contextos, impidiendo con ello una mayor conexión con las historias nacionales o globales.
Desde una perspectiva historiográfica, habría que entender esta crisis no sólo por la falta de instituciones guías como lo sugirió Florescano, pensando quizá desde la nostalgia en el papel de El Colegio de México o de la UNAM, ni necesariamente en los tiempos establecidos por el SIN para ser evaluados cada tres o cinco años, sino que enfatizaría especialmente la falta de diálogos y debates tanto teóricos como metodológicos sobre la historiografía mexicana y mexicanista. No deja de ser indicativo que el principal debate sobre la “nueva historia cultural” sobre México se haya realizado en la revista Hispanic American Historical Review (mayo de 1999),[21] por lo que habría que reflexionar también sobre el impacto de la historiografía mexicanista.
La reflexión sobre qué tipo de historia escribir y enseñar es cada vez más pertinente, pensando especialmente en las nuevas generaciones que están inmersas en lo que podríamos llamaro “un régimen historiográfico presentista”, siguiendo a Hartog, en donde el conocimiento de la historia ha sido desplazado al campo más ideológico de la reconstrucción de la memoria, lo cual tiene implicaciones por ejemplo en el multiculturalismo ofrecido sobre todo desde la historiografía estadounidense en donde cada grupo o individuo busca su propia identidad, incluso con propuestas claramente esencialistas y en ese sentido relativistas, sin posibilidad de hacer posible un diálogo intercultural. El resultado ha sido una “nueva” historia fragmentada, la cual se ha visto estimulada desde el boom de la historia regional. Para contribuir a este debate existen algunos indicios que valdría la pena explorar.
Cuando don Luis González propuso por primera vez su proyecto de año sabático sobre la microhistoria de San José de Gracia en Michoacán a mediados de los años sesenta del siglo pasado, Cosío Villegas y otros maestros de El Colegio de México le preguntaron sobre su extraño interés dada su formación como historiador (esas historias “provincianas” eran para historiadores aficionados) y terminaron por comentarle que sería una pérdida de tiempo dado que era preferible que ese año lo aprovechara en una Universidad extranjera de prestigio. Sin embargo, como sabemos, don Luis terminaría haciendo esa historia parroquial subiéndose a la torre de la iglesia de San José de Gracia, buscando en los archivos parroquiales, preguntándole a sus mayores, a sus parientes y conocidos, para conocer los modos de proceder de sus antepasados. En este sentido, la importancia de la escuela que formaría Luis González reside en que supo enfrentar la crítica con una gran creatividad y un buen sentido de oportunidad para formar El Colegio de Michoacán, que ha sido un faro para la difusión en los estudios regionales, a las visiones centralistas y nacionalistas de los intelectuales de la ciudad de México.
No ha sido estudiada la idea que han tenido y tienen los intelectuales de la ciudad de México sobre la “provincia”. Sin embargo, aún en la actualidad pareciera que lo hecho en la ciudad de México forma parte de la primera división y lo de fuera “todo es Cuatitlán”, es decir segunda división. Para evitar confusiones, debo decir que me siento “hidrochilango”, ya que he pasado más de quince años viviendo en la ciudad de México, si bien decidí regresar a mi terruño. Por lo que me siento con la capacidad de identificar y cuestionar los sentimientos antichilangos, así como la soberbia de algunos intelectuales de la ciudad de México.
Quizá quienes mejor representaron estas divisiones fueron los escritores de fábulas, como ocurre con frecuencia. Pienso por ejemplo en Augusto Monterroso cuando escribió sobre Eduardo Torres en Lo demás es silencio y a quien podíamos hallar en cada ciudad provinciana entre próceres literarios, poetas, cronistas dedicados al elogio de la provincia (“la provincia, que es la patria…”), y directores de suplementos culturales en los diarios locales. Desde luego también se encuentran los textos de Alejandro Rossi, por cierto uno de los comentaristas del proyecto de don Luis que he referido, a quien le gustaba la ironía sobre los intelectuales, particularmente los historiadores de provincia por ejemplo en “Luces del Puerto” en Las fábulas de las regiones, donde se encuentran los escritores de los textos oficiales, quienes elogiaban a los políticos en turno haciendo sus memorias, dejando a un lado desde luego los temas escabrosos, sintiéndose en todo caso servidores de la patria chica, resignados a no escribir una obra propia y dispuestos a tragar muchos sapos. De alguna manera don Luis quizo cambiar a este tipo de historiadores/cronistas, profesionalizando a los historiadores y llevando a cabo un gran proyecto institucional en Zamora, Michoacán. A partir de entonces, cada Universidad de provincia creó su propia carrera de historia y con ello la profesionalización de la historia, aunque con el sello regionalista.
Los comentarios de Florescano al cuestionar la falta de guía de las instituciones como la UNAM, El Colegio de México y el INAH en particular sobre los estudios históricos, de alguna manera reflejaba la incertidumbre por la proliferación de las carreras e institutos de investigaciones históricas en toda la república. Sin embargo, después de treinta años la historia regional se ha consolidado como la historia frecuentada tanto por estudiantes como por investigadores, más aún si pensamos que en cada universidad pública de cada uno de los estados existe al menos una carrera de historia. De las 42 carreras de historia que existen actualmente en el país, con excepción de algunas de la ciudad de México, la mayor parte de los programas están dedicados a la historia regional, con pocas posibilidades de una reflexión mayor.
La explicación del boom de los estudios regionales y culturales, porque no sólo ha ocurrido en historia, tiene que ver con dos contextos que me parece es necesario discutir. Por un lado, en términos historiográficos, se encuentra la “historia posmoderna” que ha alimentado la crítica a los metarelatos o discursos para privilegiar tanto el relativismo como su efecto en la práctica del empirismo. El cuestionamiento particularmente a las grandes teorías sobre todo derivadas del marxismo, llevó a la historiografía mexicana a reforzar el empirismo el cual salió victorioso desde el debate no existente en los orígenes de la profesionalización de la historia.
El debate propuesto por Edmundo O’Gorman sobre la verdad en la historia que ha rescatado Álvaro Matute, así como la historiografía de ese momento permite observar que efectivamente, como lo comentara don Luis González, había un “horror a la teoría” entre los transterrados y sus alumnos de El Colegio de México, así como en el tipo de historia que impulsara desde las diferentes instituciones don Silvio Zavala.[22] A ello habría que agregar el posmodernismo, un concepto que ya existía desde Toynbee como parte del desencanto provocado por la Primera gran guerra, y que no sería sino hasta después de la Segunda guerra con la migración de intelectuales europeos a Estados Unidos que se identificaría la crisis de los metarelatos (Lyotard) o de los discursos emancipadores como el marxismo que se abriría una discusión mayor sobre la verdad, la teleología de la historia y la idea del progreso. De tal manera que como parte del desencanto característico de la intelectualidad sobre todo francesa, de la represión a los movimientos estudiantiles en el 68, y del “giro lingüístico” en el que todo texto es literario y por lo tanto sujeto a las reglas del análisis discursivo, el “revisionismo” sobre las revoluciones como el “giro regionalista” adquirieron cada vez más relevancia en los estudios históricos.
La recepción del posmodernismo historiográfico poco se ha analizado en México, pero tanto el giro revisionista como el regionalista son la expresión posmoderna de la historia y constituyen “regímenes historiográficos” sobre los cuales, de manera explícita o no, se ha llevado a cabo la escritura de la historia en el país. Quien ha realizado una crítica amplia al revisionismo ha sido Alan Knigth quien, como sabemos, no sólo llevó a cabo una de las síntesis más convincentes de la pluralidad de movimientos sociales y populares durante la revolución armada, sino también uno de los ejercicios más saludables de crítica historiográfica. De acuerdo con este autor, el cuestionamiento a la “revolución popular” y por lo tanto a las causas agrarias, el énfasis en la continuidad del régimen porfirista, la centralización posrevolucionaria como negativa, entre otros argumentos ha caracterizado el revisionismo sobre la revolución mexicana. Un aspecto relevante de cómo se ha realizado esta revisión, ha sido precisamente con base en la historia regional de tal manera que buena parte de la producción sobre el porfiriato y la revolución ha tenido su fundamento en el revisionismo.[23]
A partir de este revisionismo, la historia regional comenzó a ser la alternativa a la crisis de los metarelatos sobre las revoluciones, y en general la herramienta a través de la cual sin una discusión teórica metodológica sólida se llevaría a cabo el revisionismo en general sobre la historia mexicana. Sin embargo, no habría que estigmatizar este régimen historiográfico, sino entenderlo. Más aún, no entenderíamos la riqueza de la historiografía mexicana sin considerar las aportaciones de la historia regional y el revisionismo. No obstante, habría que reflexionar en dónde nos encontramos y proponer algunas alternativas sobre la historia que habría que escribir y enseñar.
La fragmentación en el conocimiento propiciada por los giros revisionista y regionalista es sólo un indicio de un conflicto más amplio y que tiene que ver con la relación entre el Estado y la sociedad, es decir con la crisis del Estado mexicano. Una crisis estructural si la pensamos en términos fiscales, pero que en los últimos años de la transición democrática se ha acentuado. Me refiero especialmente a la crisis entre el Estado central y las regiones, lo que en un momento dado se ha conocido como el “pacto federal”, aunque sabemos que el federalismo en la práctica implicó mayor fragmentación por ejemplos en los reclamos municipalistas, o bien federalismo quería decir centralismo cuando se hablaba de federalizar los servicios educativos, por lo que el concepto ha terminado por desvirtuarse. Lo importante en todo caso es que no se han encontrado los necesarios equilibrios entre el Estado central y las “provincias”, lo que se expresa en la manera en que reconstruimos nuestra memoria.
La idea del centralismo mexicano que prevaleció en nuestra memoria hasta bien entrado el siglo XX, recordemos que Octavio Paz en Posdata interpretaba la matanza de Tlatelolco desde la idea del poder piramidal mexica, puede replantearse si observamos el peso de las regiones. La oposición a la formación del Estado central mexicano puede entonces encontrar antecedentes desde el periodo colonial, cuando se formaron las oligarquías regionales sobre todo en el siglo XVII, un siglo de autonomía como sabemos, a través de mecanismos permitidos como el otorgamiento de mercedes a hombres ricos y poderosos, pero también mecanismo que defraudaron a la hacienda real como era el abigeato, además de la estrecha relación con los funcionarios de la Audiencia.[24] Estas oligarquías, como bien lo observó Chevalier, fueron el origen del caudillismo y de los cacicazgos en el siglo XIX dada la debilidad de las instituciones estatales.[25]
Como lo analizó Juan J. Linz para el caso español y de países hispanoamericanos, el tema central de la conformación de los Estados modernos en estos países fueron las fuerzas centrípetas que dificultaron el poder central, de tal manera que la reacción a esa etapa de “anarquía” como lo vieron los historiadores porfiristas fue, como si fuera inevitable, la dictadura. Ese péndulo entre el “provincianismo” y la dictadura, en las dificultades de hacer cumplir la Constitución republicana como bien lo analizó Emilio Rabasa, se reprodujo en México a partir de la revolución. De tal manera que el presidencialismo o la presidencia “imperial” fue una respuesta a los procesos de descentralización y autonomía y a los excesos de los gobiernos locales. Algunos comentaristas, para señalar los orígenes históricos de estos excesos, se hicieron la pregunta de si se trataba de ¿virreyes o gobernadores?[26] Por lo que la discusión entre presidencialismo y parlamentarismo, en un regreso al presidencialismo de facto, se vuelve ahora más pertinente.[27]
Pero toda esta reflexión ¿qué tiene que ver con la historia regional o la microhistoria en uso? Existe una coincidencia del boom de los estudios regionales con el proceso de descentralización que se vivió al menos desde los años ochenta del siglo pasado en México hasta 2018, por lo que de manera consciente o no muchos de los reclamos anti centralistas de la “historia matria” se insertan dentro de este contexto. Cada estado y municipio vio crecer las transferencias totales desde la federación, además de que crecieron las deudas, en una jauja de recursos no reconocible en otro momento de la historia contemporánea y, lamentablemente, sin la supervisión adecuada.
También habría que señalar que esta jauja estatal y municipal creció en el momento de la transición democrática, es decir del ascenso al poder del partido opositor desde Cárdenas que supo capitalizar el descontento clasemediero. Sin embargo, el PRI regresó a la presidencia y los gobiernos en turno especialmente de este partido vieron la ocasión, dada la decadencia de su partido, de hacer no el año sino el sexenio de Hidalgo como si fuera el último…
Del péndulo histórico entre la descentralización y el centralismo habría qué pensarlo más como esa paradoja de los Estados hispanoamericanos, dada la imposibilidad de construir un Estado moderno de derecho dados los regionalismos patrimonialistas y un Estado central cada vez más débil institucionalmente hablando, por lo que se termina fortaleciendo de nueva ocasión el presidencialismo.
En este contexto, la historia regional no puede ser sólo una historia estatal, al servicio de las élites políticas y económicas. Por ello la reflexión crítica propuesta por la microhistoria italiana, de hacerse preguntas globales y buscar las respuestas locales, representa la posibilidad de que la historia pueda encontrar una nueva narrativa que haga posible nuevos equilibrios efectivamente federales, pensado en unir lo que está desunido. En términos propiamente historiográficos, la propuesta está desde la historia conectada y comparada.
Alternativas a la crisis
En mis años de estudiante de la Maestría del Mora en Historia de América, al mismo tiempo que me iniciaba como investigador asociado en el CIDE, me tocó asistir a otro evento que marcó mi formación y que además resaltó algunas de las características del gremio de los historiadores. Fue una mesa alrededor de la entonces reciente publicación de Historia ¿para qué?, un libro coordinado por Alejandra Moreno Toscano y que había reunido a un grupo notable de historiadores y filósofos (como Carlos Pereyra), que sin duda marcaron las pautas de cómo hacer historia en México.[28] La mesa estuvo compuesta por Luis González, Enrique Florescano y Enrique Krauze, quien no había sido invitado a participar en el libro pero que escribió una crítica y a la vez una propuesta para el trabajo del historiador, enfatizando la “búsqueda de la verdad”. Luego habló Florescano quien llevaba preparado una crítica feroz contra Krauze, por el texto que había publicado sobre el libro referido, marcando una línea entre lo que sería una historia burguesa o conservadora y otra desde luego progresista e incluso marxista. Finalmente Luis González concluyó, un tanto nervioso dado el enfrentamiento que presenció, diciendo moderadamente que “todo era historia” y que por lo tanto habría que aceptar diferentes manera de entenderla y escribirla, con lo cual todos en el lugar salimos más reconfortados.
La propuesta de don Luis correspondía claramente a su forma de ser, un hombre moderado y tolerante, dejó ver una propuesta que sería también una divisa para el trabajo de historiador, “todo es historia”, y que particularmente se acomodó a los nuevos tiempos marcados por la historia local. Sin embargo, ¿hasta dónde puede defenderse esta divisa? Si todo es historiable, entonces toda información es valiosa, por lo que basta con abrir alguna caja de documentos de archivo para encontrar el tema a trabajar, con la idea de que todo es conocimiento. Ciertamente ante posiciones más dogmáticas, el abrir las posibilidades temáticas del trabajo del historiador fue sin duda una bocanada de aire libre, sin embargo, insistiría en la necesidad de preguntarnos sobre las maneras de escribir y enseñar en estos momentos.
La pregunta sigue siendo pertinente ante los cientos de tesis y tesinas que cada año los estudiantes de historia tienen que presentar para graduarse como profesionales. Además, habría que considerar los cientos de artículos que se publican cada año sobre alguna localidad o región del país que nos ofrecen información cada vez más detallada de algún tema o espacio como si fueran únicos e irrepetibles, sin ninguna consideración muchas veces de los contextos o incluso de las posibles comparaciones.
Si el lector ha llegado hasta aquí y aceptado mi diagnóstico, le propongo ahora que veamos posibles alternativas a la fragmentación historiográfica. En un tiempo comparable por la crisis histórica y de la historiografía, después de la Primera gran guerra, podríamos recordar la propuesta de Marc Bloch en su conocida conferencia de 1928, donde se preguntó el porqué la mayoría de los historiadores no se habían convertido decididamente al método comparativo, no obstante los resultados favorables mostrados en otras disciplinas. “Sin duda alguna, comentó, las razones de este comportamiento se deben a que con mucha frecuencia se ha dejado que los historiadores crean que la ‘historia comparada’ es un tema propio de la filosofía de la historia o de la sociología general (…) El método comparativo, reafirmaba Bloch, puede y debe calar en las investigaciones históricas minuciosas y de detalle. Este es el precio de su futuro y quizá sea también el futuro de nuestra ciencia.”.[29] Porque la comparación adquiere sentido con base en estudios críticos y sólidamente documentados, y sobre todo con “unidades de comparación” pertinentes.
De aquí que una de las principales ventajas de este tipo de historia comparada sea salir del engaño de que existen causas locales para fenómenos más amplios o, en términos de Jürgen Kocka, salir del provincianismo historiográfico.[30] Marc Bloch de hecho se refiere específicamente a los historiadores locales para que orienten sus trabajos sobre hipótesis y líneas de trabajo más amplias, para lo cual requieren conocer estudios más allá de su propia región o nacionalidad. Ciertamente la historia comparada no es posible sin las monografías; sin embargo, éstas deben estar orientadas por reflexiones amplias que permitan precisamente la comparación y las necesarias síntesis. Bloch sería concluyente en este sentido: “La historia comparada, con plena libertad para conocer y para servir, animará a su vez a los estudios locales, sin los que ella nada puede hacer pero que tampoco podrían llegar a nada sin ella.”.[31]
Las posibilidades de la historia comparada para Iberoamérica han sido reconocidas por diferentes historiadores. El origen común de Iberoamérica permite un escenario comparativo de “horizonte limitado”, como le llamara Bloch. Es decir, la región permite comparaciones pertinentes dada la escala imperial, pero con diferentes recepciones de las políticas de la corona española en las diversas regiones de Latinoamérica. De tal forma que este tipo de comparaciones estimula la imaginación histórica al hacer posibles preguntas precisamente sobre la diversidad de escenarios ante normas y políticas similares.
Una primera revisión a la historia comparada en América Latina la realizaron Magnus Mörner, Julia Fawaz y John D. French, en donde mostraron las posibilidades y lo fructífero de esta metodología para la región.[32] Se trató de un trabajo exhaustivo en su momento y con sugerencias todavía pertinentes para el historiador, frente a las tradicionales y genéricas comparaciones de sociólogos y antropólogos. Algunas de estas sugerencias de los autores fueron: la clara definición de los conceptos a utilizar, la homegenización de las bases de datos a comparar, y la adecuada selección de las “unidades de comparación”. La comparación, de acuerdo a estos autores, contribuye por ejemplo a superar los obstáculos del análisis cuantitativo en sociedades pre-industriales, pero fundamentalmente contribuye a probar hipótesis explicativas. La historia comparada ha sido más fructífera en los estudios sociales, no obstante, concluyen los autores, siguen predominando monografías desarticuladas y sin posibilidades de contrastar.
La comparación aquí propuesta no es a partir de la repetición de los tradicionales modelos explicativos de centro/periferia, sino para ampliar las fronteras de la reflexión y reconocer la pluralidad de los centros así como la complejidad de los procesos de hibridación. La historia comparada, sobre todo la más generalista o sociológica, tiende a reproducir los modelos etnocentristas teniendo como punto de referencia los tradicionales centros. Sin embargo, de acuerdo a lo propuesto de Bloch es salir de la “Torre de Babel” en la que los nacionalismos o los regionalismos impiden observar las relaciones y las conexiones entre diferentes regiones.[33]
Conceptualizar de manera pertinente y seleccionar adecuadamente las “unidades de comparación” son los primeros requisitos para intentar hacer una historia comparada con “horizontes limitados” de acuerdo a Bloch, es decir precisos y bien documentados. Este tipo de historia comparada o mejor conectada ha permitido salir de una historiografía “provinciana”, al mismo tiempo que ofrece alternativas para observar la relación y la interacción entre lo global y lo local.
Reflexiones finales
Esta invitación a reflexionar sobre nuestro quehacer es también una autocrítica, principalmente porque mis dudas que he expresado sobre la historia regional si bien las he transmitido en la enseñanza, poco lo he realizado en foros más amplios.[34] Como lo advirtiera Gruzinski, es pertinente preguntarnos sobre la historia que necesitamos enseñar y escribir simplemente porque el mundo ha cambiado, porque en un mundo con grandes olas migratorias se requiere reflexionar nuevamente sobre el mestizaje, porque no podemos mantener los supuestos que pregonaron por la historia regional sin los contextos y las exigencias propias de un mundo globalizado. La reflexión sobre los contextos se hace cada vez más pertinente, sobre la relación entre lo macro y lo micro, así como la crítica a los nuevos empirismos y relativismos que no permiten comprender la complejidad histórica, y que desde luego nos impiden pensar alternativas para nuestro presente.
La crisis del Estado de derecho, es decir de las instituciones que forman parte de un proyecto civilizatorio, lamentablemente se ha recrudecido con la descentralización y cuasi autonomía de los gobiernos subnacionales, dada la dificultad para consolidar las instituciones que limiten el poder de los gobernadores y de la propia presidencia. De tal manera que la transición democrática ha coincidido con esta crisis, desacreditando con ello las posibilidades de mejorar la calidad democrática de nuestras instituciones y la búsqueda de equilibrios entre el poder central y subnacional. Una historia regional sin los contextos adecuados ya que “todo es historia”, ha terminado por justificarlo todo incluso las prácticas que han terminado por ampliar la desigualdad. Porque la corrupción e incluso el narcotráfico siguen siendo mecanismos de redistribución negativa de la renta nacional, dado que no pasan por la fiscalidad de un Estado en permanente crisis. De esta manera la microhistoria no puede ser sólo la crítica a las visiones nacionales, sino pasa necesariamente por la crítica a los procesos históricos locales y regionales.
La pregunta que da título a este ensayo sigue siendo retórica, ya que la gran corriente de historia regional no podrá frenarse de un momento a otro. Más bien lo que he tratado de sugerir es que es posible un cambio de paradigma al incorporar elementos reflexivos particularmente sobre los contextos en los que se insertan nuestras historias. De esa manera, quizá, podríamos enseñar a nuestros alumnos no el “horror a la teoría”, sino su incorporación para que puedan argumentar por su propia cuenta. Las metodologías de las historias conectadas y comparadas quizá puedan ayudarnos a salir de la nueva Torre de Babel de los regionalismos.
Hace ya algunos años Van Young, recordando una expresión de Lévy-Straus sobre el estructuralismo, escribió que las regiones eran “buenas para pensar”. La crítica a la historia regional en uso o realmente existente es precisamente un reconocimiento al peso de las regiones no sólo en el quehacer histórico propio, sino en un movimiento que ha marcado la historiografía nacional. Después de más de cincuenta años, considerando el inicio con el libro de Luis González, la historia regional ha enriquecido nuestro conocimiento sobre la diversidad y complejidad del pasado nacional. Sin embargo, quizá la pregunta pertinente no es sobre el peso de la historia regional en nuestros trabajos, todos de alguna manera hemos bebido de ella, sino sobre qué tipo de historia habría qué proponer para las nuevas generaciones. De ahí la invitación a reflexionar más ampliamente, pensar globalmente y responder localmente diría Levi, lo cual conecta nuestros trabajos con la renovación de la historia en los últimos años.
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Ginzburg; Carlo, “Microhistoria: Dos o Tres Cosas Que Sé de Ella”…, 379-80; los términos cinematográficos desde luego se deben al gusto de Kracauer por el cine. ↑
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Manuel Miño Grijalva, “¿Existe La Historia Regional?,” Historia Mexicana LI, no. 4 (2002): 867–97; un porimer balance lo llevó a cabo Pablo Serrano, si bien más confiado en lo que la historia regional tenía por hacer: Pablo Serrano Álvarez, “Análisis y Perspectivas de Los Estudios Históricos Regionales Mexicanos,” Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México 16 (1993): 215–29. ↑
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Eric Van Young, “Haciendo Hisstoria Regional. Consideraciones Metodológicas y Teóricas,” in La Crisis Del Orden Colonial. Estructura Agraria y Rebeliones Populares de La Nueva España, 1750-1821 (Ciudad de México: Alianza Editorial, 1992), 429–54; la primera versión fue una conferencia ofrecida en 1984 en la Joya, California, en el centro de estudios estadounidenses y mexicanos. ↑
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Álvaro Matute, La Teoría de La Historia En México (1940-1968) (Ciudad de México: Secretaría de Educación Pública/SepSetentas 126, 1981); Zermeño, “La Historiografía En México: Un Balance (1940-2010)”. ↑
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Alan Knigth, La Revolución Cósmica (Ciuadad de México: Fondo de Cultura Económica, 2015). ↑
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Sobre estos mecanismos sigue siendo fundamental el libro de: François Chevalier, La Formación de Los Latifundios En México. Haciendas y Sociedad En Los Siglos XVI, XVII y XVIII, 3a. ed. co (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1999); la historia regional ha avanzado en cumplir la genealogía por ejemplo de los Rincón Gallardo, resalatando el papel de la familia propietaria: Jesús Gómez Serrano, Formación, Esplendor y Ocaso de Un Latifundio Mexicano. Ciénega de Mata, Siglos XVI-XX (Ciudad de Aguascalientes: Universidad Autónoma de Aguascalientes, 2016). ↑
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François Chevalier, “The Roots of Caudillismo,” in Caudillos: Dictators in Spanish America, ed. Hugh M. Hamill, 2a. (London: University of Oklahoma Press, 1992), 27–41. Alan Knigth, “Caciquismo in Twentieth-Century Mexico,” in Caciquismo in Twentieth-Century Mexico, ed. Alan Knigth and Wil Pansters (London: Institute for the Study of the Americas/University of London, 2005), 1–49. ↑
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Otto Granados Roldán, “Virreyes o gobernadores?”, Nexos, octubre 2011; quizá la comparación precisa no es con los virreyes sino con los presidentes de Audiencia o los alcaldes mayores de provincia, pero desde luego la idea es la de un poder sin límites que buscaron más los virreyes. ↑
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Juan J. Linz, “Los Peligros Del Presidencialismo,” Revista Latinoamericana de Política Comparada 7 (2013): 11–31. ↑
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Alejandra Moreno Toscano and Carlos Pereyra et.al., Historia ¿para Qué? (Ciudad de México: Siglo XXI editores, 1980); el libro ha alcanzado más de veinte ediciones y ha provocado algunas notas muy nostálgicas como la Gilly: «Nexos de las historias», Nexos, enero 2008. ↑
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Marc Bloch. “A favor de una historia comparada de las civilizaciones europeas (1928)”, en Historia e historiadores (AKAL, 1999), 114. ↑
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Jürgen Kocka, “La Comparación Histórica,” in Historia Social y Conciencia Histórica (Madrid, España: Marcial Pons/Ediciones de historia, 2002), 43–64. ↑
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Bloch, “A favor de una historia comparada de las civilizaciones europeas (1928)”, 144-147. Existe una crítica de la historia comparada desde los estudios postcoloniales y la historia conectada, sobre todo de la comparación a partir de la modernidad europea o estadounidense como modelo; sin embargo, la comparación aquí propuesta nos sirve para cuestionar los tradicionales modelos de centro/periferia. ↑
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Magnus Mörner, Julia Fawaz de Vinuela, and John D. French, “Comparative Approaches to Latin America History,” Latin American Research Review 17, no. 3 (1982): 55–89. ↑
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Subrahmanyam, “Sobre comparaciones y conexiones…”; Gruzinski, “Mundialización, globalización y mestizaje …” ↑
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González Esparza, “Dejando Los Restos Del Naufragio”… ↑