SALA DE JURADOS
La corrupción somos todos.
— José López Portillo.
No somos iguales
— Andrés Manuel López Obrado
En un libro clásico de la literatura forense norteamericana “Sala de jurados” un abogado muy destacado narra sus casos más destacados, los que le trajeron la fama de ser uno de los adalides de la justicia y la legalidad. Me encontré con ese libro siendo muy joven, creo que lo rescaté de la escasa biblioteca de mi tío Eduardo, que había estudiado derecho y era de los pocos libros que conservaba, En su tiempo fue muy famoso y era lectura obligada para el abogado penalista. Uno, que acaso había conocido los procesos de los güeros por la serie de televisión “Perry Mason”, al leerlo se enfrentaba a un abogado de carne y hueso que compartía sus experiencias, sus estrategias y el desarrollo de sus juicios más sonados.
De alguna manera la lectura fue frustrante. Si se esperaba encontrar argumentaciones ingeniosas, estratagemas hábiles o argumentaciones ejemplares, la obra estaba ayuna de ellas, sí, en cambio la preparación y el desarrollo de sus casos se centraba prácticamente en un sólo aspecto: el jurado. Este aspecto se puso de relieve en el veredicto que el día de ayer se dictó en el juicio seguido contra Genaro García Luna, que ha ocupado las últimas semanas la “mañañera” y una gran parte de los espacios de los medios de comunicación. Reynolds plantea que lo más importante es la selección e integración de los jurados, porque de ellos dependerá el veredicto y su resolución, por regla general es inobjetable. Por eso, si se trataba de enjuiciar a un judío, Reynolds hurgaba en el pasado rastreando hasta encontrar el más mínimo indicio de fobias o por el contrario de filías. Si, por ejemplo, si localizaba una foto de su promoción en high school en la que ostentaba una svástica en su playera era más que suficiente para objetarlo y así por el estilo, hasta lograr que la integración del jurado fuese más o menos proclive a las características de su cliente. Después se dedicaba a estudiar a fondo las personalidades de cada uno de los integrantes del jurado, sus antecedentes, sus aficiones, sus aspectos sensibles, etc., y con ello preparar su defensa buscando destacar aquellos aspectos a los que resultarían más sensibles, tratando de lograr una disposición más benevolente para su caso.
El sistema americano difiere diametralmente de nuestro sistema. El sistema de jurados operó durante muchos años y al final solo pervivió para algunos juicios a los que eran sometidos servidores públicos, normalmente de bajo nivel: carteros, agentes de tránsito, algún cajero y párele de contar. Los peces gordos no llegaban a juicio. Siendo jovencillo me toco presenciar un juicio con jurado popular en el Juzgado de Distrito, en la casona obra de Refugio Reyes que hoy ocupa la Profeco. El abogado había preparado perfectamente el cuadro, de manera que en el momento culminante de su alegato de defensa, entraban al juzgado (los juicios eran públicos) los miembros de la familia de cartero que juzgaban: mocosos, despeinados, con los zapatos rotos y la ropa en jirones: “Contemplen ustedes, señores del jurado, la penuria, la necesidad, la miseria que obligó a este pobre hombre a sustraer con el ánimo de reponerlos, unos mugrosos billetes para tratar de paliar el hambre de sus hijos, mientras otros se enriquecen ordeñando al erario”. Excuso decirles, los veredictos siempre eran de inocencia.
En EE.UU. hay una larga tradición de estos juicios y además, hay que decirlo, una responsabilidad ciudadana que no tiene punto de comparación con la de nuestro país. Adicionalmente la tendencia ha sido la de transitar a un legalismo, ahora tenido de “garantismo” en que se ha llegado a extremos, en mi opinión, de resoluciones que pecan de formalismos. No sería impensable que un tribunal mexicano hubiera absuelto a García Luna por considerar que todos los jurados tendrían “tachas” es decir que su testimonio, por una razón o por otra adolecieran de ciertas características que volvieran inhábil su testimonio. Un juicio en que, dados los antecedentes, los testigos carecieran de entera fe y crédito, por ser protegidos, por ser sustentados por el estado, por obtener prebendas a cambio de su testimonio, por lograr consideraciones para él y su familia, en México, casi seguramente hubieran sido desestimados.
El jurado fue conteste y consideró culpable a García Luna de los cinco cargos que se le formularon. Es un duro golpe para nuestro país, con García Luna se condena no sólo al ex-presidente Calderón, como seguramente lo festinará AMLO, sino a todo el sistema de seguridad de nuestro país. Durante doce años García Luna fue la cabeza máxima de la Secretaría de Seguridad del país. De él provinieron las estrategias, las campañas, la estructuración de los cuerpos de seguridad nacionales y estatales, él participaba en los convenios bilaterales con Estados Unidos, el coordinaba con el Ejército el combate a la delincuencia organizada, específicamente el narcotráfico, él recibió condecoraciones y reconocimientos de los vecinos por su trabajo en seguridad pública. Él era el adalid de la guerra contra el crimen.
Lo terrible, lo verdaderamente grave es la certeza de que las redes de poder y de corrupción que creó, la connivencia con los diversos cuerpos de seguridad con los que participaba activamente, los cuerpos y los jefes que contribuyó a crear, los nexos con los grupos delincuenciales, los sicariatos y los negocios del crimen de cuello blanco, todo es mar de lodo permanece e invade gran parte de la vida nacional.
El combate a la corrupción como bandera no es invento ni patente de la 4T, ni tampoco ha sido práctica sino simplemente propaganda. Los organismos internacionales nos colocan no sólo después de alrededor de ciento treinta países en el mundo, sino que hemos descendido algunos en los último cuatro años. El panorama pinta desolador, el triunfalismo previsible del presidente, que seguramente retomará en la “mañañera” se enfrenta con la terca realidad que ejemplifica claramente el terrible cuento de Tito Monterroso: “Cuando despertó el dinosauro todavía estaba allí”.
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