Las cloacas y la grandeza de la aventura humana
“Hace un mes, Europa era un pacífico grupo de naciones; si un inglés mataba a un alemán, era ahorcado por asesinato. Ahora si un inglés mata a un alemán, o si un alemán mata a un inglés, son patriotas”. BERTRAND RUSSELL (Hacia 1940)
Las guerras siempre han sido eventos decisivos, tanto para los imperios, las naciones y los pueblos, así como también para las vidas de los individuos. En todas las literaturas y los distintos géneros que conforman el canon literario las guerras han sido un tema destacado. Atraviesan ya el Antiguo Testamento y la Ilíada, otro texto fundacional de la cultura occidental consagrado a la guerra, a la lucha entre griegos y troyanos. No hay ninguno de los textos fundacionales de las grandes literaturas nacionales europeas que no sea la épica de una guerra. Y los textos latinoamericanos siguen a este ejemplo: las crónicas de la Conquista, la Araucana, etc.
Durante un largo tiempo la guerra fue considerada como flagelo inevitable de la humanidad, como voluntad y castigo de los dioses o como un medio legítimo de solución de conflictos. En la modernidad se produce un cambio decisivo a este respecto: las guerras ya no serán más consideradas como “naturales” o como castigos divinos, sino que tienen que ser justificadas. Aun más, la modernidad está convencida de que el progreso de la civilización humana debería hacer las guerras superfluas. Sin embargo, las guerras y su horror continúan. Encontramos ahora la argumentación absurda de que las guerras se hacen para evitar las guerras, que las armas se fabrican para asegurar la paz y no para la lucha. Las últimas décadas de nuestra historia están llenas de ejemplos de intervenciones bélicas para evitar una (presunta) guerra.
Sólo en los últimos años, Amnistía Internacional ha documentado un desprecio flagrante por la protección de la población civil y el derecho internacional humanitario en los conflictos armados en los que son parte cuatro de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU: Rusia, Estados Unidos, Reino Unido y Francia.
Un reciente pronunciamiento de Amnistía Internacional recuerda que setenta años después de la adopción de los Convenios de Ginebra, la existencia de casi 70 millones de personas desplazadas por guerras y otras formas de violencia refleja el fracaso catastrófico de los líderes mundiales a la hora de protegerlas. Como insiste AI, es necesario tomar medidas concretas para invertir la tendencia, proteger de manera efectiva a la población civil, poner fin a los crímenes de guerra y acabar con la impunidad, según ha afirmado su dirigente Tirana Hassan.
Guerra y paz
Lejos en la memoria pero presente hasta el final la lectura en mi juventud de la inmensa obra de Tolstoi, Guerra y Paz. Lejos de presentar la guerra como una virtuosa experiencia donde se forja el ánimo, la personalidad y la grandeza de un país, la novela la expone en todo su horror, mostrando, en cada una de las batallas —y acaso, sobre todo, en la alucinante descripción de la victoria de Napoleón en Austerlitz—, la monstruosa sangría que acarrea y las infinitas penurias e injusticias que golpean a los hombres comunes y corrientes que constituyen la inmensa mayoría de sus víctimas; y la estupidez macabra y criminal de quienes desatan esos cataclismos, hablando del honor, del patriotismo y de valores cívicos y marciales, palabras cuyo vacío y nimiedad se hacen patentes apenas estallan los cañones.
Estas líneas, tomadas de una crónica en el diario El País, de un autor no recordado, dan cuenta de como la novela de Tolstói tiene mucho más que ver con la paz que con la guerra y el amor a la historia y a la cultura rusa que sin duda la impregna no exalta para nada el ruido y la furia de las matanzas sino esa intensa vida interior, de reflexión, dudas, búsqueda de la verdad y empeño de hacer el bien a los demás que encarna el pasivo y benigno Pierre Bezújov, el héroe de la novela. La genialidad de Tolstói se hace presente a cada paso en todo lo que cuenta, y mucho más en lo que oculta que en lo que hace explícito.
Esa es probablemente la mayor hazaña de Tolstói, como lo fue la de Cervantes cuando escribió El Quijote, la de Balzac con su Comedia humana, la de un Dickens con Oliver Twist, de un Victor Hugo con Los miserables o de Faulkner con su saga sureña: pese a sumergirnos en sus novelas en las cloacas de lo humano, inyectarnos la convicción de que, con todo, la aventura humana es infinitamente más rica y exaltante que las miserias y pequeñeces que también se dan en ella; que, vista en su conjunto, desde una perspectiva serena, ella vale la pena de ser vivida, aunque solo fuera porque en este mundo podemos no sólo vivir de verdad, también de mentiras, gracias a las grandes novelas.
Ahora que la realidad nos despierta a cañonazos, apenas salíamos de la pesadilla del coronavirus parece que vamos de una calamidad a otra. Entonces, que la aventura humana valga la pena.
Publicado en “Hidrocálido”. 02.03.2022