CERESO DE VARONES (3/3)
El auditorio que me recibe en el CERESO de la salida a Calvillo para la sesión sobre la novela Piedras para Ibarra es diverso. Hay jóvenes, hombres maduros y viejos, rurales y urbanos. Rostros en los que se vislumbra el efecto de la ilustración, en tanto que en otros esta luz es débil. Sería interesante conocer las historias que los condujeron a este lugar de penitencia. ¿Cuántos de ellos merecerán estar aquí, realmente?
En verdad me encantaría conocer las historias de estos hombres, sus motivaciones, sus esperanzas… Pero no hay tiempo de nada más allá de la actividad, responder alguna pregunta, y tampoco de superar la distancia que me separa de este auditorio, garantizada por la presencia de guardias.
Estrecho algunas manos y para afuera. Como digo, el círculo de lectura se canceló por la pandemia, pero ahora, más o menos contralada la emergencia sanitaria, sería deseable que se recuperara la experiencia. Hacia mediados del año pasado asistí, en la ciudad de Querétaro, a un CERESO masculino y otro femenino, para observar el trabajo que estaba haciéndose en un taller de grabado, un proyecto auspiciado por las secretarias de Cultura federal, Alejandra Frausto Guerrero, y de Querétaro, Marcela Herbert Pesquera. Quienes asistimos vimos a hombres y mujeres trabajando placas, así como una exposición de trabajos de lo que allá llaman “gráfica canera”. Los prisioneros fueron invitados a manifestarse en torno a esta disciplina artística, lo que significa para ellos, lo que estaban haciendo. Uno de ellos dijo -¡cómo olvidarlo?- que si estando libre hubiera realizado una actividad como esa, no habría ido a dar al CERESO.
Creo en la función redentora (redimir, dice la primera acepción que el diccionario de la RAE le da al término, es “Rescatar o sacar de esclavitud al cautivo mediante precio”) de las artes, de la lectura. Estoy convencido que México sería un mejor país, menos violento, si su población cultivara alguna disciplina artística.
En fin. Salgo del estacionamiento, y rápidamente regreso a mi rutina. Por unos minutos, luego de estar en el interior de la penitenciaría, siento la novedad de la libertad. Entonces las actividades que observo me parecen de lo más espectaculares y meritorias: los jóvenes que limpian parabrisas en la esquina de López Mateos y Avenida Aguascalientes. Ese hombre que quita el pasto que se abre paso en las junturas del pavimento en la avenida Roble; aquellos dos que se comen una torta en la tienda de la esquina, muy quitados de la pena en el medio día de este día.
Pese a tratarse de actos que ni siquiera valdría la pena rememorar, me parecen memorables; grandiosos, tan solo porque se trata de actos realizados en libertad…
Salgo del estacionamiento y emprendo el regreso a mi vida. Ahora lo observo todo teniendo en mente las imágenes que quedaron atrás, las paredes altas; altísimas, las alambradas, el auditorio, los hombres segregados; los hombres solos. Con esos ojos veo los árboles, el cielo, los trailers cargados hasta el tope de manzanas y su aroma casi de sidra. Toneladas de fruta que esperan a ser descargadas en la fábrica de jugos cercana.
A lo largo de la jornada me ha rondado la mente un poema del francés Paul Éluard, que leí en aquella serie de Selecciones del Reader Digest sobre la Segunda Guerra Mundial, un poema que remata la edición y que servía como pie de una fotografía que mostraba lo que la bomba atómica dejó de Hiroshima, ese que dice: “Por el pájaro enjaulado,/por el pez en la pecera,/por mi amigo que está preso/porque ha dicho lo que piensa./
Por las flores arrancadas,/por la hierba pisoteada,/por los árboles podados,/por los cuerpos torturados,/yo te nombro libertad.
Por los dientes apretados,/por la rabia contenida,/por el nudo en la garganta,/por las bocas que no cantan./Por el beso clandestino,/por el verso censurado,/por los miles exiliados,/por los nombres prohibidos,/yo te nombro libertad.
Te nombro en nombre de todos,/por tu nombre verdadero,/te nombro cuando oscurece,/cuando nadie me ve./Escribo tu nombre en las paredes de mi ciudad,/tu nombre verdadero,/tu nombre y otros nombres,/que no nombro por temor.
Por la idea perseguida,/por los golpes recibidos,/por aquel que no resiste,/por aquellos que se esconden./Por el miedo que te tienen,/por tus pasos que vigilan,/por la forma en que te atacan,/por los hijos que te matan,/yo te nombro libertad.
Por las tierras invadidas,/por los pueblos conquistados,/por la gente sometida,/por los hombres explotados./Por los muertos en la hoguera,/por el justo ajusticiado,/por el héroe asesinado,/por los fuegos apagados,/yo te nombro libertad”.
Como digo, termina la sesión y de nueva cuenta atravieso los controles hasta, finalmente, llegar a la calle, mi libertad recuperada. Nadie repara en mi presencia, y en silencio recorro el bulevar arbolado que me conduce de regreso a la ciudad y entre tanto, por esas maravillosas reacciones del cerebro humano, me acuerdo del mentado poema de Paul Éluard. No esto que acaba usted de leer, sino dos o tres frases sueltas que recuerdo, y entonces, a manera de ejercicio de control de daños, me pregunto: estoy libre… ¿Seré libre? ¿Realmente lo seré? (Felicitaciones, ampliaciones para esta columna, sugerencias y hasta quejas, diríjalas a carlos.cronista.aguascalientes@gmail.com).